La bandera argentina recoge el celeste y el blanco del cielo. En el centro, un sol radiante, antropomorfo, que no sonríe.
Curiosamente, me explica un amor de pibe que estudia astrología, el país está regido por la luna; es una nación cáncer, con todos los rasgos que caracterizan al signo: conservador, sensible hasta lo susceptible, protector de la familia y de sus signos, casi tribal, centrado en lo que le es propio y en guardia permanente frente a lo externo. Por supuesto, también algo lunático.
Una nueva amiga me expone su queja, amarga, porque no encuentra la ocasión de lucir un kimono: el qué dirán es muy pesado en este país extremadamente religioso. Mi respuesta es que el problema debe resolverlo desde dentro, en ella misma, porque las ocasiones de enfrentarse al otro las tendrá acá, y en Europa. Pero es cierto, debo aceptarle, que la renovación parece inasumible para la Argentina, y que tal vez por ello la palabra esté siempre en boca de todos, y la mirada, típica mirada en Argentina, puesta en algo lejano, demasiado difuso hasta para ser soñado.
Mi acompañante española me dice que uno no sabe nunca qué esperar en Argentina. Lo dice porque anoche nos acostamos sabiendo que hoy habría huelga en los subtes (metros), pero ya a las 9 de la mañana el paro se había levantado. Yo veo que todo sigue igual: con mejoras, la situación no es tan distinta a la del 2001: lo esperable es lo inesperado, lo confiable es que en un día se convoque un paro, se levante, y se vuelva a convocar.
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