Todo depende del cristal con que se mire, y todos querríamos tener mágicos cristales color de rosa, como mínimo para mirar con ellos nuestra Casa de Gobierno, dadora de tantos disgustos.
Desde el balcón de casa veo, como si al estirar la mano lo tocara, el obelisco de Buenos Aires, tan paralelo al obelisco de Washington como una Casa Presidencial a otra. Es difícil sentir la esquiva esencia argentina en estas calles creadas por y para europeos, en América. Lo curioso es que ni ante tal monumento, visible a kilómetros de distancia desde muchas avenidas porteñas, uno se siente trasportado al bajo fondo del arrastrado tango, o a la visionaria y ciega profundidad borgiana.
Un amigo bonaerense me dijo, al asomarse al balcón, que el obelisco se veía trucho contemplado desde aquí: ni desde abajo, monumental, ni desde lejos. Como la luna, cambia su tamaño, y por lo visto, de tú a tú, pierde grandeza. Pero tal vez así se le quiera más, mucho, que le dijo la trucha al trucho.
Trucho: falso, de imitación, de mentira.
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