Los sábados y los domingos Buenos Aires desaparece. El asfalto existe, sus edificios quedan, pero la gente y sus autos duermen. Los viernes por la noche, igual que los sábados, nos rompen, nos gusta quedar destruídos, gastar la vida.
Así que si uno se ha quedado de noche en casa, la imagen con que amanecerá al día siguiente es casi apocalíptica: antes de las diez es difícil encontrar un café, hasta bien entrado el mediodía es difícil comer. Bien entrada la tardecita los restos (restaurantes) se llenan: la gente desayuna, toma sus cafés y sus medialunas, sus facturas y tostados, sin dejarse atrapar en los convencionalismos del resto del planeta; ¿y qué, y cómo no, si desayuno a las cinco?
Tampoco tiene sentido recluirse en casa en las noches de los fines de semana bonaerenses. Las heladerías, los cafés, los restaurantes, permanecen abiertos hasta la madrugada. Donde antes se cenaba ahora sirven tragos (copas, licores), retiran las mesas e improvisan una pista de baile. Incluso las librerías de la calle Corrientes, en la foto, abren hasta casi el amanecer de Buenos Aires. Trasnochar, y bueno, y ¿cómo no?
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