EEUU-Rusia II
A la hora del patio todos los niños juegan, pero algunos no saben hacerlo sin dañar a los demás. Son niños cazadores, niños hambrientos, virtuosos en el arte de la violencia. Grupúsculos de niños gacela corren de la cancha de fútbol a la zona ajardinada vigilados por el jefe del patio y sus matones. Los profesores, malhumoradas por tener que pasar el tiempo de descanso paseando por el patio, descubren las cacerías una vez perpetradas, cuando un niño gacela acude llorando, arrastrando los restos de otro niño gacela.
Georgia, una niña normalmente tranquila, se ha enfadado porque Osetia del Sur y Abjazia no quieren jugar con ella. Ha prescindido de la mediación y se ha mostrado cruel con ellas. La ley del patio está regida por juegos de poder, estrategias poco sutiles, muchas veces guiadas por el aburrimiento. Al matón de Rusia le ha salido el justiciero que lleva dentro, o así lo quiere creer, cuando ha visto en esta opción de Sembrar la Paz una oportunidad para Hacer la Guerra, de entretenerse, de marcar el territorio.
Los profesores llegan finalmente, tarde, cuando ya sangran algunos niños, alarmados por el revuelo que se ha armado en el patio mientras tomaban café, delante de un televisor en la sala de profesores, viendo los juegos olímpicos durante su descanso. El anciano europeo, el tembloroso G-8, la medicada Naciones Unidas. Cada niño cuenta su versión. Los más pequeños tienen algún corte en la boca, han sido arrastrados por el suelo y pateados. Todos acusan al matón Rusia, que señala rápidamente a Georgia, ¡ella empezó!: aunque el ataque de celo transitorio de Georgia sea una rareza en ella, no puede perdonársele. Georgia llora, sabe que tendrá castigo, el propio, además de que la paliza que le ha dado Rusia quedará impune. Los niños ven a los profesores saturados.
Estos se apresuran, índice en alto, a amonestar a los alumnos. Incapaces de poner ley en tanto caos ordenan (hueco deseo) que no se vuelva a repetir. (¿Qué no se repita el qué? Todo, nada, en general.) Quieren volver al café, aunque haya niños que aún lloran: se harán fuertes, independientes, no pasa nada. Pero entonces llega el jefe del patio, el matón más matón de todos, que ha contemplado la escena desde lejos, silente.
Movido por la rabia de haber perdido protagonismo, furioso consigo mismo por llegar tarde (estaba molestando a otros niños pequeños en el patio trasero), Estados Unidos se indigna porque la pelea entre Rusia y Georgia queda impune. Los matones tienen un elevado sentido de la justicia, la justicia del “y yo qué”, o el “qué hay de lo mío”, o “porque lo digo yo”. Son niños incomprendidos, demasiado barbarizados para que nadie se esfuerce ya con ellos, dan miedo. Son niños que tampoco comprenden a los otros ni sus reglas; quizás quieren afecto, pero en su soledad han interpretado que el afecto se ablanda golpeándolo, como si fuera una almohada: afecto sometido, bajo la cabeza, a voluntad.
Así su sentido de lo bueno se ha construido independientemente del grupo, pues no responden en su poderío ante nadie ni nada, y en su esquema moral el fin justifica los medios: Estados Unidos clama que Rusia ha cometido una falta, siendo violenta sin necesidad, para asentar su poder, pero es incapaz de ver que esto que ahora afea a Rusia lo comete él casi a diario. La diferencia es que cuando Estados Unidos golpea, es conocedor de sus fines, quiere poner orden. No repara en que los medios que usa para conseguir su fin siembran dolor y hacen sangre. El conflicto está en que no conoce los fines de Rusia, no sabe qué imagen persigue su antagonista cuando chulea por el patio, y sólo puede ver los medios que éste ha usado para hacer que Abjazia y Osetia, temerosas de Georgia, le rindan tributo. Violencia sin sentido, sin fin.
Hace rato que los profesores volvieron delante del televisor.
A la hora del patio todos los niños juegan, pero algunos no saben hacerlo sin dañar a los demás. Son niños cazadores, niños hambrientos, virtuosos en el arte de la violencia. Grupúsculos de niños gacela corren de la cancha de fútbol a la zona ajardinada vigilados por el jefe del patio y sus matones. Los profesores, malhumoradas por tener que pasar el tiempo de descanso paseando por el patio, descubren las cacerías una vez perpetradas, cuando un niño gacela acude llorando, arrastrando los restos de otro niño gacela.
Georgia, una niña normalmente tranquila, se ha enfadado porque Osetia del Sur y Abjazia no quieren jugar con ella. Ha prescindido de la mediación y se ha mostrado cruel con ellas. La ley del patio está regida por juegos de poder, estrategias poco sutiles, muchas veces guiadas por el aburrimiento. Al matón de Rusia le ha salido el justiciero que lleva dentro, o así lo quiere creer, cuando ha visto en esta opción de Sembrar la Paz una oportunidad para Hacer la Guerra, de entretenerse, de marcar el territorio.
Los profesores llegan finalmente, tarde, cuando ya sangran algunos niños, alarmados por el revuelo que se ha armado en el patio mientras tomaban café, delante de un televisor en la sala de profesores, viendo los juegos olímpicos durante su descanso. El anciano europeo, el tembloroso G-8, la medicada Naciones Unidas. Cada niño cuenta su versión. Los más pequeños tienen algún corte en la boca, han sido arrastrados por el suelo y pateados. Todos acusan al matón Rusia, que señala rápidamente a Georgia, ¡ella empezó!: aunque el ataque de celo transitorio de Georgia sea una rareza en ella, no puede perdonársele. Georgia llora, sabe que tendrá castigo, el propio, además de que la paliza que le ha dado Rusia quedará impune. Los niños ven a los profesores saturados.
Estos se apresuran, índice en alto, a amonestar a los alumnos. Incapaces de poner ley en tanto caos ordenan (hueco deseo) que no se vuelva a repetir. (¿Qué no se repita el qué? Todo, nada, en general.) Quieren volver al café, aunque haya niños que aún lloran: se harán fuertes, independientes, no pasa nada. Pero entonces llega el jefe del patio, el matón más matón de todos, que ha contemplado la escena desde lejos, silente.
Movido por la rabia de haber perdido protagonismo, furioso consigo mismo por llegar tarde (estaba molestando a otros niños pequeños en el patio trasero), Estados Unidos se indigna porque la pelea entre Rusia y Georgia queda impune. Los matones tienen un elevado sentido de la justicia, la justicia del “y yo qué”, o el “qué hay de lo mío”, o “porque lo digo yo”. Son niños incomprendidos, demasiado barbarizados para que nadie se esfuerce ya con ellos, dan miedo. Son niños que tampoco comprenden a los otros ni sus reglas; quizás quieren afecto, pero en su soledad han interpretado que el afecto se ablanda golpeándolo, como si fuera una almohada: afecto sometido, bajo la cabeza, a voluntad.
Así su sentido de lo bueno se ha construido independientemente del grupo, pues no responden en su poderío ante nadie ni nada, y en su esquema moral el fin justifica los medios: Estados Unidos clama que Rusia ha cometido una falta, siendo violenta sin necesidad, para asentar su poder, pero es incapaz de ver que esto que ahora afea a Rusia lo comete él casi a diario. La diferencia es que cuando Estados Unidos golpea, es conocedor de sus fines, quiere poner orden. No repara en que los medios que usa para conseguir su fin siembran dolor y hacen sangre. El conflicto está en que no conoce los fines de Rusia, no sabe qué imagen persigue su antagonista cuando chulea por el patio, y sólo puede ver los medios que éste ha usado para hacer que Abjazia y Osetia, temerosas de Georgia, le rindan tributo. Violencia sin sentido, sin fin.
Hace rato que los profesores volvieron delante del televisor.
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