lunes, 21 de mayo de 2007

España Trópica (Relativismo lingüístico-espacial I)

El estadounidense y privado barco Odyssey ha encontrado un galeón español hundido con el mayor tesoro, en doblones y monedas de oro y plata, que jamás se haya hallado en el mar. Los norteamericanos dicen que el barco estaba en aguas internacionales, pero España ha enviado a la guarda civil a patrullar la zona, para evitar la odisea de tener que recuperar luego un tesoro que podría ser nuestro, pero que los americanos parecen de todos modos haberse llevado ya.

Los pecios en sí son nuestros, igual que los huesos de un tiranosaurus rex son de ese dinosaurio en concreto: aún así, el paso del tiempo hace que ni el dinosaurio ni nadie pueda reclamar sus restos con facilidad. El pasado acaba siendo de todos y de nadie, como luego veremos. El problema aquí es que mientras que la ley internacional otorga un margen de 24 millas náuticas al espacio marítimo que cada país puede considerar propio (12 con soberanía absoluta, otras 12 de las que es delito retirar nada sin autorización) la ley española de patrimonio nos otorga, por propia cuenta y riesgo, la propiedad de las aguas en 200 millas. La dificultad de fijar nuestro espacio imaginario al elemento tierra, representante alquímico de lo permanente, ¿cómo quieren estos americanos que fijemos el agua, tan fluida ella, tan ligada a lo sentimental?

No hay quien, después de haber vivido fuera durante un tiempo, regrese a España sin una anécdota concreta, la del extranjero que pregunta si en nuestro país tenemos lavadoras o televisión. La broma es más recurrente si uno ha vivido en Estados Unidos y es tan popular que si nadie le ha hecho al viajero la pregunta durante su estancia, éste volverá a España con la sensación de que se ha perdido una parte importante de la experiencia. La variación que viví yo, afortunadamente parte de un broma, es la de “Ah, sí, España… me encanta México”.

No es tan descabellado pensar que España podría estar en México. Del modo en que hablamos de él, nuestro país podría ser Cancún: somos el destino envidiable del mundo, el único lugar en que “sabemos comer” y “vivir”, en el sentido más pletórico de la palabra. Quien vea llenarnos la boca al decir “aquí sabemos vivir”, pensará que en España el nivel de estudios tiene su justo reflejo en el ámbito laboral, los empleos son estables y los sueldos decentes, la sanidad pública sana y la educación educa. Por el modo en que nos referimos a España, sobre todo cuando la comparamos con la homogénea vastedad “del extranjero”, parece que la visionemos durante un sueño que nos ha costado mucho coger a bordo de una patera. España mítica. España trópica.

Desde que España salió del rincón oscuro de la historia la anécdota de la lavadora es menos frecuente. Ahora son los no-españoles los que tienen más facilidad para saber qué es España, pero sólo porque no tienen la suerte de participar de nuestra complejidad mental y emocional. Reduccionistas como son, se conforman con localizar a España entre Francia y Portugal, entre el cantábrico, el atlántico y el mediterráneo. Aunque por el modo en que hablamos podría inferirse que en realidad aún no hemos decidido qué somos y que andamos sin Norte, hay que esforzarse en descubrir que nuestro lenguaje supera a la realidad y la conforma como en ningún otro sitio, porque bebe aún del del Siglo de Oro. Puede que lo que nos quede de todo ese oro sea una mínima pátina dorada, pero al rebrillo del sol, ahora que abandonamos los rincones oscuros, es suficiente para cegarnos. El ministerio de cultura haría muy bien en dejar que los americanos se lleven nuestros pecios: las joyas que se nos caen de la boca son suficiente tesoro.

Hemos superado, como nación, el uso más básico del lenguaje y hace mucho tiempo que esta herramienta nos sirve ya sólo mínimamente para nombrar cosas concretas. Preferimos referirnos a lo que no nos referimos que caer en la simpleza de decir lo que decimos. Por ello las elecciones municipales se viven a nivel nacional y por ello hemos dejado de tener izquierda y derecha, dos referentes espaciales que nos resultaban demasiado sencillos. Es bonito pensar que, precisamente porque leemos menos que en cualquier otro país europeo, las figuras literarias y los tropos, como la metonimia y la sinécdoque, hayan de reclamar su lugar fuera de los libros. Así que más que hacer mapas topográficos del país tiene sentido guiarnos en nuestro viaje con una carta tropográfica. O tropical.

Me inquietan sobre todo la metonimia y la sinécdoque, dos tropos que nos permiten entre otras cosas nombrar la causa por el efecto, el signo por la cosa significada o la parte por el todo. Aunque no nos demos cuenta, funcionan también en nuestro día a día, no porque seamos españoles, sino porque somos personas con lenguaje. Aún así, el hecho de ser españoles permiten, habiéndonos deshecho de una parte importante de la realidad, rellenar el hueco que aquella dejó con tropos inusualmente corpóreos, casi físicos, muy reales. Por ejemplo: cuando Franco decía “queda inaugurado este pantano” podría estar queriendo decir, en realidad, “queda inaugurado este país”, dándose el gusto de recrearlo cada pocos meses a golpe de tijera corta cintas, o incluso podía estar afirmando para sí que “queda inaugurada esta parcela de universo paralelo”. Pero incluso a Franco le suponemos un cociente de relación mínimo con la realidad y podemos imaginárnoslo diciendo cosas mundanas como “juro lealtad a la bandera”. Lo importante es la última parte: con “bandera”, quería decir “país”.

Por fin descubro mis cartas (por mis “intenciones”) y os dejo ver que con “trópico” no me refiero a que seamos una república bananera (perdónenme el cliché mis amigos tropicales): nada más lejos de mi intención insinuar que en España nuestros políticos miren más por su propio interés que por el beneficio del país, o que, teniendo poco sentido de estado, usaran temas serios como arma electoral o hicieran del congreso su patio particular donde berrear, gritar y patalear como niños malcriados. Así es que no somos una república bananera, aunque sea porque, en todo caso, de ser bananera España sería una monarquía parlamentaria bananera. Tampoco evoco nuestro pasado de gran imperio “mercantil”, nuestra habilidad recaudatoria en los mares tropicales. Tropos. Sólo.

¿Cómo nos afectan los tropos? Por decirlo sencillamente: la parte contratante de la primera parte, de la parte del contrato que afirma que se puede nombrar una parte de algo por su todo, es la parte del efecto trópico que puede hacernos confundir a nuestros políticos municipales con sus representantes nacionales. Puede que aunque queramos que el PP gane las elecciones en nuestro pueblo, porque traería la regeneración democrática de la que tanto alardean en el pueblo de al lado y que tanta envidia nos da, nos deje de apetecer si nos imaginamos que el jefe de nuestro alcalde sería Rajoy. En realidad, como todos sabemos, el jefe del alcalde son los ciudadanos de su pueblo, pero es humano considerar que el presidente de su partido podría importarle más a nuestro alcalde en un momento dado. Entonces, uno deja de votar al PP de Burriana porque se le dispara la imaginación y piensa en la relación que su alcalde pueda tener con Fabra, o con Camps, aún con Zaplana e incluso con Aznar. Llegados a este punto es difícil parar de relacionar y se puede tener la tentación de meter a Aznar y Fraga en el mismo saco y a Fraga y Franco en la misma dictadura.

Atención, me dice la voz critica que repasa mis textos mientras los escribo, estás a punto de deslizarte de nuevo de la relatividad espacial a la temporal, y ése no es el tema de hoy. Cuidado, me repite, estás a punto de nombrar la ley de la memoria histórica. Y, vaya, ya la he nombrado.

En defensa de la coherencia de lo que escribo diré que la ley de la memoria histórica tiene, en verdad, mucho de espacial, aunque tampoco podamos pedir a este espacio una concreción obvia. En parte la ley debería servir para encontrar esas fosas comunes que tienen tanto de humedad y oscuridad como nuestra memoria nacional, pero que al fin y al cabo son lugares existentes. Difíciles de localizar, sí, pero existentes. La ley además ha revitalizado un debate que se inició cuando el gobierno español cedió algunos papeles de Salamanca al gobierno catalán; la repercusión es que en estas elecciones algunos salmantinos votarán, además de a su alcalde o contra su alcalde, en relación a Cataluña, lo que es extraordinario en unas municipales. Luego veremos que todos tienen razón. Por último, durante el torbellino político que ha creado la ley, se ha hablado de sacar a pasear a los muertos; por escabrosa que resulte la imagen, apoya mi tesis, pues si los muertos han de pasear habrán de pasear por algún sitio. Muertos, fantasmas, espectros.

El espectro político en España es efectivamente hoy una aparición ectoplasmática, difusa, inasible: carentes de la capacidad de explicar qué es España, hemos ido perdiendo puntos cardinales, y no sólo el Norte. En nuestro espectro político ya no existe la relación entre izquierda y derecha, lo que es casi como haber perdido el Este y el Oeste. Ambas, izquierda y derecha, parecen cosa del pasado, y tal vez por eso la idea de legislar sobre la memoria histórica haya levantado ampollas a ambos lados: a unos les parece demasiado real y a otros demasiado irreal, pero en los dos extremos juega un papel fundamental la sinécdoque, la parte por el todo.

De lo que “supuestamente” (presunción de inocencia) era la derecha surgió entonces lo de “sacar a pasear a los muertos”. A algunos políticos del PP les parece que, por culpa de esta ley, la parte que les toca podría verse demasiado ligada a un todo particular: el hecho de que estén metidos en el mismo partido que Fraga podría significar con demasiada claridad que, de hecho, están metidos en el mismo partido que Fraga. Que cada uno junte los puntos como mejor sepa, quiera o pueda, y saque sus conclusiones.

A los de IU por otro lado (aunque sin izquierda o derecha este otro lado nos parecerá el mismo) les dio también la sensación, aunque por motivos opuestos, de que la ley era demasiado trópica: sentían que se daba una sobredosis de sinécdoque, lo que propiciaba un exceso de abstracción al impedir dar nombres concretos y decir que éste y aquél, con apellidos, represaliaron a aquella y al otro, con apellidos. Debemos conformamos con un poquito de realidad que haga de símbolo del resto. No entienden la lógica del pecio. Pero es que un partido que lleva en sus siglas una palabra que designa algo extinto no puede dejar de ser sospechoso de anacronía. Incapaces de regenerarse y soltar lastre están a punto de extinguirse ellos mismos por no entender esta sencilla verdad de la espacialidad española: no hay izquierda ni derecha.

Que conste que no es una cosa que se me haya ocurrido a mí. Me da por pensarlo cuando escucho tan a menudo que todos los políticos son iguales. A mí personalmente me ocurre una cosa rara: al pensar en la gente que conozco me da la sensación, inexplicable, de que tal persona está algo más a la izquierda que yo y tal otra bastante más a la derecha. O al revés. El caso es que noto un hormigueo que me indica que no estamos en el mismo sitio, aunque en realidad estemos tomando una cerveza en el mismo bar, o departiendo amistosamente en lo que parece ser una sala de estar.

Sólo hay centro en España, da igual lo que me diga mi intuición. Excepto los de IU, que seguro andan tan psicomedicados como yo, son los propios políticos quienes más publicitan esta idea. Todo el mundo vive hoy en un misterioso centro político que debe estar bastante saturado y quien no defienda que todos los políticos son iguales, corre riesgo de extinción. Se me ocurre que si hubiéramos de trasladar los referentes espaciales de nuestro espectro político al territorio físico español, sólo existiría Madrid. Sin derecha y sin izquierda, sin Este ni Oeste, lo único que habría entre Portugal y el Mediterráneo sería una ciudad que se alzaría, por arte de metonimia, en representante absoluto de España. Sería lógico entonces que en su Plaza de Colón ondeara una bandera española casi más grande que la villa, pues Madrid vendría así a representar la España entera, la España toda. No creo que pudiera pasar, pero volveré a ello mañana.

Aunque a una semana de las elecciones las aguas estén calmas, y todos nuestros políticos vayan a ganar donde ya han ganado antes, quiero pediros que recordéis la sinécdoque con afecto. No puedo deciros que lo sois todo, por separado, por mucho que os quiera. Vuestra papeleta, incluso por omisión, será sólo una parte del todo. Pero será una parte. Juntad los puntos. Y no queráis reclamar lo vuestro cuando lo vuestro sean sólo un montón de pecios.

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