“It’s the economy, stupid!”, o “¡Es la economía, estúpido!”, se cita como la frase que permitió a Bill Clinton alzarse con la victoria en las presidenciales USA de 1992. Era una frase tan simple, tan directamente dirigida al corazón de los electores, que desarmó la retórica del candidato republicano y convirtió casi automáticamente a Clinton en presidente de su país. En España se acuñó, un poquito más tarde, el “Váyase señor González”. La diferencia está en que mientras que Cliton pronunció su frase una vez, alto y claro, José María Aznar repitió la suya ad infinitum, sin saber que con ello invocaba el espíritu de una época que habíamos dejado atrás, o creíamos haber dejado, con la transición.
En España, durante los años centrales del siglo XX, vivimos alejados de la realidad allende nuestras fronteras, sobreviviendo como un estado autógeno que se defendía como mejor podía de la injerencia extranjera. Esta última fórmula lingüística, la de la injerencia extranjera, fue parte junto a muchas otras de la alacena en que se almacenaba el verbolario franquista: un conjunto de frases grandilocuentes que rediseñaba España al margen de la realidad por la que discurrían otros países. No nos protegíamos, aunque lo dijésemos, cuando celebrábamos nuestra “Paz Española”, del “comunismo” de la Gran Bretaña: la verdadera amenaza era, para esta “Reserva Espiritual de Europa”, la realidad.
La realidad, simplemente.
Los fascismos se caracterizaron, entre otras cosas, por el uso grandilocuente del lenguaje, por el retorcimiento de las palabras y de las construcciones gramaticales hasta que el significante podía prescindir de significado. El lenguaje podía ignorar la realidad, funcionando al margen de ésta, o someterla convirtiéndola así en su rehén. Un fascismo, normalmente, reparte su verborrea entre ambas opciones, consciente siempre de que al nombrar el mundo lo re-creamos. Cuando un fascismo cae, es porque la realidad ha conseguido filtrarse por las grietas del verbo, a veces gracias a un ejército enemigo, pero otras veces porque el propio país se rebela contra la irrealidad. No es el caso de España, país que depende del surrealismo como el yonqui de su heroína.
En las manos de un buen fascismo está el saber distribuir la cantidad de realidad que permite a sus miembros; si la dieta de realidad se hace demasiado estricta el encanto podría romperse. A veces no. Franco probó con su “régimen” el límite de los españoles, permitiéndonos mordisquear pedazos de realidad pero sin darnos nunca el plato entero, y debió quedar satisfecho. Sabíamos que fuera de España, en casi todos los países vecinos en Europa, la realidad se manifestaba en forma de elecciones democráticas y pornografía. Nuestra realidad pasaba por el destape y algún referéndum light.
Sé que algunos se quejaran y dirán que durante Franco había bastante realidad, que ellos mismos la vivieron; la veían, la sentían y la sufrían diariamente. Y sí, había realidad, pero sus fibras habían ya quedado ligadas a aquellas de la irrealidad y el surrealismo: ¿es de algodón una camiseta que tiene un 60% de algodón y un 40% de licra? Sí, es de algodón, pero a la vez no es de algodón.
Franco nos inició en el relativismo lingüístico, un relativismo que se forjó a la vez que el relativismo espacio-temporal al que me referí en mi último texto, y que los españoles no supimos sino asumir en mayor o menor grado. España pasó a ser espacialmente una única, grande y libre, por lo menos, de palabra. La imagen imaginaria de nuestro país se creaba a golpe de noticiero: el anodino NODO nos llevaba por todos los pueblos de España, narrando la épica de cómo un país formado de pueblos tan distintos podía tener un espíritu único. A la vez que NODO trazaba un retrato firme y en blanco y negro de la multicolor geografía española, servía al propósito de recrear un espacio temporal único: igual que las diferencias entre las vascongadas y Andalucía se reducían al nivel de pequeños matices folclóricos, los términos ayer, hoy y mañana formaban parte de un bloque temporal indisoluble.
Durante cuatro décadas los noticiarios insistieron en las mismas noticias, con un tempo sosegado que aseguraba a los habitantes de España que en su país no pasaba nada y, que si pasaba algo, formaba parte de un ciclo mayor: el aniversario de José Antonio, la proclamación de la libertad española, las pascuas y las múltiples semanas santas, el caudillo pescando, las navidades y sus belenes, sus pueblitos de estampa en los que el tiempo parece reposar bajo la nieve, la llegada de los turistas, Franco pescando otra vez, el siguiente aniversario de José Antonio, más pascuas y más semanas santas multiplicadas, aún más turistas y los reyes católicos que seguían, como mandaba Dios, muertos, pero revisitados con regularidad.
No es de extrañar que la frase “Queda inaugurado este pantano” haya llegado hasta nuestros días entera en su significante y llena de significado. Los niños de la democracia crecimos sin saber bien quién era Francisco Franco, aunque a veces pensábamos que debía ser parte de nuestra familia porque oíamos hablar del tío Paco. El propio Franco sufrió, de hecho, en el inmediato segundo que siguió a su muerte un baño de irrealidad, gracias al cual se nos hizo muy difícil saber, ya y por siempre, quién o qué fue. Palabras como “dictadura” y “régimen de Franco” se alternaban sin dificultad en nuestras conversaciones, y nadie podía explicar, aunque tuviera una emoción al respecto, qué cosa exactamente significaba “franquismo”; los “represaliados” del sistema se convirtieron en fantasmas, porque la palabra parecía no indicar nada; el vocablo carecía de significado, de algo a lo que nombrar, de una realidad a la que asirse; y la guerra civil dejó de existir simplemente porque aquel tiempo sí había pasado. La historia, que en otros países sirve para recuperar el tiempo, en España servía para negarlo. Pero es que la Historia misma en España dejó de tener significado.
Sólo la frase que inauguraba los pantanos, aún más que los mismos pantanos, siguió teniendo significado y lo ha tenido hasta nuestros días, precisamente porque su valor comunicativo es innegable. Se hacía un pantano, se cortaba una cinta, y nadie podía refutar que lo que había habido era una inauguración y que lo que se había inaugurado era un pantano. Quien negase al caudillo que lo que había inaugurado no era un pantano (sino una bicicleta, o un rastrillo) no hubiera sido ajusticiado por disidente sino por tonto. Puede que la frase haya pervivido porque es la única verdad que se les dijo a los españoles durante mucho tiempo, así que no pudimos hacer más que asumirla y reverenciarla como se reverencian las cosas que uno no entiende bien. La frase adquirió carácter mágico.
Aunque parezca extraño, es la sencillez y veracidad del “queda inaugurado este pantano” lo que nos impedía entender la frase. La recibimos como maná, como un mantra, porque a nivel inconsciente e instintivo no podíamos dejar de sentirla como un balón de oxígeno fundamental, la única concesión que Franco hizo a la realidad. Pero ya estábamos perdidos, porque habíamos dejado de entender el valor de la verdad.
Aunque durante los primeros años de democracia pareció que nos deshabituamos de nuestra adicción al surrealismo, sólo vivimos un espejismo. Después de años de ficción espacial y temporal teníamos mucho tiempo que recuperar; hicimos a las prisas una reestructuración geográfica de España que, ahora que por fin corren los relojes, sucumbe al paso del tiempo y se agrieta como los pantanos (que, al contrario que su frase, tienen fisuras). Durante unos mínimos años hicimos valer la recién recuperada realidad con tanto orgullo que nunca perdonamos al gobierno de González el intento de hacernos creer que no habíamos votado “NO” en un referéndum sobre la OTAN.
Pero fue todo un rebote adolescente. Desde hace unos años oímos hablar mucho de nuestra “consolidación democrática”, de España como “país maduro” y de la “normalidad”. Pareciera, juzgando por la desidia que nos provocan las elecciones y lo poco que exigimos a nuestros políticos, que estamos de acuerdo con ellos y que de hecho estamos ya donde nos toca estar, que podamos descansar por fin, pausando poco a poco el ritmo con el que avanza el segundero de nuestro reloj. Los años 80 fueron una novedad y se quedaron sólo en eso, en una extravagancia. Una de las paradojas de España es que aunque tendamos a imaginar que la madurez suele hacernos tocar tierra, en nuestro caso nos alejamos de ella.
Volvemos ahora a la irrealidad, al voraz relativismo del espacio-tiempo-lenguaje. Nos roban la realidad, como nos robaron la manifestación de CCOO del 2003 contra el decretazo (no existió) o nuestros gritos contra la guerra de Irak. Nos escudamos en el consuelo de los tontos, en que aunque fuimos barridos de la realidad, no estábamos solos. Hay gente a la que formar parte de la irrealidad, a la fuerza, le toca más de cerca, como a Carmen Alborch, candidata socialista al ayuntamiento de Valencia que no existe en Canal 9, o a Ángel Pérez, candidato a la alcaldía de Madrid por IU que se desintegró en directo en nuestros televisores cuando los otros dos candidatos (Sebastián del PSOE y Gallardón del PP) se enzarzaron en su disputa particular.
Ni los pantanos están libres hoy de filtraciones, ni el agua es ya sólo agua en España, ni las inauguraciones son ya inauguraciones. Si no, tirad de hemeroteca e intentad entender cómo la ministra de fomento, Esperanza Aguirre y Gallardón han inaugurado por separado lo mismo aún sin estar acabado. Inaugurar lo que aún no existe es un síntoma claro de pérdida de contacto con la realidad, sea lo inaugurado una no-escuela, un no-hospital, o una no-instalación deportiva.
“¡Son las municipales, estúpido!”. James Carville, autor de la frase de Clinton, podría desgañitarse y sólo nos daría grima; pena, en el mejor de los casos. Grita todo lo que te apetezca, James Carville, que aquí las cosas sencillas, las frases que significan lo que parece que significan, nos resultan sospechosas. Lo de los pantanos nos lo tragamos, está bien, pero obviamente no vamos a adorar cualquier cosa que sea verdad. Aquello ocurrió una vez y fue la excepción que confirma la regla: estamos ya muy bien educados en esto de movemos mejor en el surrealismo y nuestra respuesta a la realidad es sentir miedo, aunque este miedo tenga algo de reverencial.
Queda inaugurado este agujero negro.
En España, durante los años centrales del siglo XX, vivimos alejados de la realidad allende nuestras fronteras, sobreviviendo como un estado autógeno que se defendía como mejor podía de la injerencia extranjera. Esta última fórmula lingüística, la de la injerencia extranjera, fue parte junto a muchas otras de la alacena en que se almacenaba el verbolario franquista: un conjunto de frases grandilocuentes que rediseñaba España al margen de la realidad por la que discurrían otros países. No nos protegíamos, aunque lo dijésemos, cuando celebrábamos nuestra “Paz Española”, del “comunismo” de la Gran Bretaña: la verdadera amenaza era, para esta “Reserva Espiritual de Europa”, la realidad.
La realidad, simplemente.
Los fascismos se caracterizaron, entre otras cosas, por el uso grandilocuente del lenguaje, por el retorcimiento de las palabras y de las construcciones gramaticales hasta que el significante podía prescindir de significado. El lenguaje podía ignorar la realidad, funcionando al margen de ésta, o someterla convirtiéndola así en su rehén. Un fascismo, normalmente, reparte su verborrea entre ambas opciones, consciente siempre de que al nombrar el mundo lo re-creamos. Cuando un fascismo cae, es porque la realidad ha conseguido filtrarse por las grietas del verbo, a veces gracias a un ejército enemigo, pero otras veces porque el propio país se rebela contra la irrealidad. No es el caso de España, país que depende del surrealismo como el yonqui de su heroína.
En las manos de un buen fascismo está el saber distribuir la cantidad de realidad que permite a sus miembros; si la dieta de realidad se hace demasiado estricta el encanto podría romperse. A veces no. Franco probó con su “régimen” el límite de los españoles, permitiéndonos mordisquear pedazos de realidad pero sin darnos nunca el plato entero, y debió quedar satisfecho. Sabíamos que fuera de España, en casi todos los países vecinos en Europa, la realidad se manifestaba en forma de elecciones democráticas y pornografía. Nuestra realidad pasaba por el destape y algún referéndum light.
Sé que algunos se quejaran y dirán que durante Franco había bastante realidad, que ellos mismos la vivieron; la veían, la sentían y la sufrían diariamente. Y sí, había realidad, pero sus fibras habían ya quedado ligadas a aquellas de la irrealidad y el surrealismo: ¿es de algodón una camiseta que tiene un 60% de algodón y un 40% de licra? Sí, es de algodón, pero a la vez no es de algodón.
Franco nos inició en el relativismo lingüístico, un relativismo que se forjó a la vez que el relativismo espacio-temporal al que me referí en mi último texto, y que los españoles no supimos sino asumir en mayor o menor grado. España pasó a ser espacialmente una única, grande y libre, por lo menos, de palabra. La imagen imaginaria de nuestro país se creaba a golpe de noticiero: el anodino NODO nos llevaba por todos los pueblos de España, narrando la épica de cómo un país formado de pueblos tan distintos podía tener un espíritu único. A la vez que NODO trazaba un retrato firme y en blanco y negro de la multicolor geografía española, servía al propósito de recrear un espacio temporal único: igual que las diferencias entre las vascongadas y Andalucía se reducían al nivel de pequeños matices folclóricos, los términos ayer, hoy y mañana formaban parte de un bloque temporal indisoluble.
Durante cuatro décadas los noticiarios insistieron en las mismas noticias, con un tempo sosegado que aseguraba a los habitantes de España que en su país no pasaba nada y, que si pasaba algo, formaba parte de un ciclo mayor: el aniversario de José Antonio, la proclamación de la libertad española, las pascuas y las múltiples semanas santas, el caudillo pescando, las navidades y sus belenes, sus pueblitos de estampa en los que el tiempo parece reposar bajo la nieve, la llegada de los turistas, Franco pescando otra vez, el siguiente aniversario de José Antonio, más pascuas y más semanas santas multiplicadas, aún más turistas y los reyes católicos que seguían, como mandaba Dios, muertos, pero revisitados con regularidad.
No es de extrañar que la frase “Queda inaugurado este pantano” haya llegado hasta nuestros días entera en su significante y llena de significado. Los niños de la democracia crecimos sin saber bien quién era Francisco Franco, aunque a veces pensábamos que debía ser parte de nuestra familia porque oíamos hablar del tío Paco. El propio Franco sufrió, de hecho, en el inmediato segundo que siguió a su muerte un baño de irrealidad, gracias al cual se nos hizo muy difícil saber, ya y por siempre, quién o qué fue. Palabras como “dictadura” y “régimen de Franco” se alternaban sin dificultad en nuestras conversaciones, y nadie podía explicar, aunque tuviera una emoción al respecto, qué cosa exactamente significaba “franquismo”; los “represaliados” del sistema se convirtieron en fantasmas, porque la palabra parecía no indicar nada; el vocablo carecía de significado, de algo a lo que nombrar, de una realidad a la que asirse; y la guerra civil dejó de existir simplemente porque aquel tiempo sí había pasado. La historia, que en otros países sirve para recuperar el tiempo, en España servía para negarlo. Pero es que la Historia misma en España dejó de tener significado.
Sólo la frase que inauguraba los pantanos, aún más que los mismos pantanos, siguió teniendo significado y lo ha tenido hasta nuestros días, precisamente porque su valor comunicativo es innegable. Se hacía un pantano, se cortaba una cinta, y nadie podía refutar que lo que había habido era una inauguración y que lo que se había inaugurado era un pantano. Quien negase al caudillo que lo que había inaugurado no era un pantano (sino una bicicleta, o un rastrillo) no hubiera sido ajusticiado por disidente sino por tonto. Puede que la frase haya pervivido porque es la única verdad que se les dijo a los españoles durante mucho tiempo, así que no pudimos hacer más que asumirla y reverenciarla como se reverencian las cosas que uno no entiende bien. La frase adquirió carácter mágico.
Aunque parezca extraño, es la sencillez y veracidad del “queda inaugurado este pantano” lo que nos impedía entender la frase. La recibimos como maná, como un mantra, porque a nivel inconsciente e instintivo no podíamos dejar de sentirla como un balón de oxígeno fundamental, la única concesión que Franco hizo a la realidad. Pero ya estábamos perdidos, porque habíamos dejado de entender el valor de la verdad.
Aunque durante los primeros años de democracia pareció que nos deshabituamos de nuestra adicción al surrealismo, sólo vivimos un espejismo. Después de años de ficción espacial y temporal teníamos mucho tiempo que recuperar; hicimos a las prisas una reestructuración geográfica de España que, ahora que por fin corren los relojes, sucumbe al paso del tiempo y se agrieta como los pantanos (que, al contrario que su frase, tienen fisuras). Durante unos mínimos años hicimos valer la recién recuperada realidad con tanto orgullo que nunca perdonamos al gobierno de González el intento de hacernos creer que no habíamos votado “NO” en un referéndum sobre la OTAN.
Pero fue todo un rebote adolescente. Desde hace unos años oímos hablar mucho de nuestra “consolidación democrática”, de España como “país maduro” y de la “normalidad”. Pareciera, juzgando por la desidia que nos provocan las elecciones y lo poco que exigimos a nuestros políticos, que estamos de acuerdo con ellos y que de hecho estamos ya donde nos toca estar, que podamos descansar por fin, pausando poco a poco el ritmo con el que avanza el segundero de nuestro reloj. Los años 80 fueron una novedad y se quedaron sólo en eso, en una extravagancia. Una de las paradojas de España es que aunque tendamos a imaginar que la madurez suele hacernos tocar tierra, en nuestro caso nos alejamos de ella.
Volvemos ahora a la irrealidad, al voraz relativismo del espacio-tiempo-lenguaje. Nos roban la realidad, como nos robaron la manifestación de CCOO del 2003 contra el decretazo (no existió) o nuestros gritos contra la guerra de Irak. Nos escudamos en el consuelo de los tontos, en que aunque fuimos barridos de la realidad, no estábamos solos. Hay gente a la que formar parte de la irrealidad, a la fuerza, le toca más de cerca, como a Carmen Alborch, candidata socialista al ayuntamiento de Valencia que no existe en Canal 9, o a Ángel Pérez, candidato a la alcaldía de Madrid por IU que se desintegró en directo en nuestros televisores cuando los otros dos candidatos (Sebastián del PSOE y Gallardón del PP) se enzarzaron en su disputa particular.
Ni los pantanos están libres hoy de filtraciones, ni el agua es ya sólo agua en España, ni las inauguraciones son ya inauguraciones. Si no, tirad de hemeroteca e intentad entender cómo la ministra de fomento, Esperanza Aguirre y Gallardón han inaugurado por separado lo mismo aún sin estar acabado. Inaugurar lo que aún no existe es un síntoma claro de pérdida de contacto con la realidad, sea lo inaugurado una no-escuela, un no-hospital, o una no-instalación deportiva.
“¡Son las municipales, estúpido!”. James Carville, autor de la frase de Clinton, podría desgañitarse y sólo nos daría grima; pena, en el mejor de los casos. Grita todo lo que te apetezca, James Carville, que aquí las cosas sencillas, las frases que significan lo que parece que significan, nos resultan sospechosas. Lo de los pantanos nos lo tragamos, está bien, pero obviamente no vamos a adorar cualquier cosa que sea verdad. Aquello ocurrió una vez y fue la excepción que confirma la regla: estamos ya muy bien educados en esto de movemos mejor en el surrealismo y nuestra respuesta a la realidad es sentir miedo, aunque este miedo tenga algo de reverencial.
Queda inaugurado este agujero negro.
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