Mis monstruos amenazan con denunciarme cada vez que finjo montar en cólera y levantar la mano para pegarles la paliza definitiva. Se ríen, pero me cuentan anécdotas que han oído (o leído en internet) sobre niños que han denunciado a sus padres. No sé si ya ha ocurrido, desde que se aprobó la ley que permite pegar a un niño.
Mi marido americano está sorprendido por la ley. Le digo que todos lo estamos un poco en España, algunos preocupados al ver que pierden un recurso tradicional de la educación, la mayoría de acuerdo con la susodicha ley. Yo estoy de acuerdo porque creo que la mayoría de golpes que un niño pueda recibir, y confío en que mi niño imaginario no reciba ninguno, se dan en un momento de exaltación del tutor, padre o docente, que poco tiene que ver en realidad con una acción concreta del chiquillo. Quiero decir que es más fácil que el padre descargue la frustración de un día difícil sobre el chiquillo, cuando éste colma el vaso de la paciencia, que que el padre pegue a un niño por algo que éste ha hecho de verdad. Y aunque de veras pegara un padre, o una madre, a su hijo por algo que ha hecho, ¿no intentamos enseñarles que la violencia no es un recurso, que no debería haber situaciones que le rebasen tanto como para acudir a éste? ¿Que un puñetazo, como un navajazo o un disparo de pistola, no son el modo de solucionar nada?
Estoy contento con lo que nos ha dado el parlamento, con esta limitación de nuestras libertades a golpear al débil. Claro que el profesor tiene la sensación de ser el débil muchas veces en su clase: pero le queda el recurso del convencionalismo social -y biológico- que otorga poderes mágicos al adulto, que en última instancia tiene el poder de hacer reales sus decisiones. Reales decretos.
Intenté durante las primeras semanas un ejercicio de autogestión con mis críos. Puesto que eran imposibles, que organicen ellos mientras no se maten. Fracaso. Pasé a un sistema democrático que terminaba siempre como el parlamento italiano, a golpes. Les dije que yo no iba a tragarme malas caras cada dos por tres si elegíamos una actividad o una película y que no me bastaba la mayoría simple para dejarles tomar decisiones: unanimidad, o nada. No quería que porque cinco hubieran votado contra Titanic estos cinco se permitieran joder la película. Todos o ninguno.
Se lo tienen bien aprendido. De vez en cuando he propuesto algo, obligado casi siempre por el horario de la escuela, que ninguno quiere hacer. Entonces votan y dicen "somos mayoría, esta hora no estudiamos". Les digo entonces que de dónde se han sacado que esto es una democracia. Y está mi voto, les digo, y voto que hacéis lo que yo ordeno.
La democracia directa apesta.
Mi marido americano está sorprendido por la ley. Le digo que todos lo estamos un poco en España, algunos preocupados al ver que pierden un recurso tradicional de la educación, la mayoría de acuerdo con la susodicha ley. Yo estoy de acuerdo porque creo que la mayoría de golpes que un niño pueda recibir, y confío en que mi niño imaginario no reciba ninguno, se dan en un momento de exaltación del tutor, padre o docente, que poco tiene que ver en realidad con una acción concreta del chiquillo. Quiero decir que es más fácil que el padre descargue la frustración de un día difícil sobre el chiquillo, cuando éste colma el vaso de la paciencia, que que el padre pegue a un niño por algo que éste ha hecho de verdad. Y aunque de veras pegara un padre, o una madre, a su hijo por algo que ha hecho, ¿no intentamos enseñarles que la violencia no es un recurso, que no debería haber situaciones que le rebasen tanto como para acudir a éste? ¿Que un puñetazo, como un navajazo o un disparo de pistola, no son el modo de solucionar nada?
Estoy contento con lo que nos ha dado el parlamento, con esta limitación de nuestras libertades a golpear al débil. Claro que el profesor tiene la sensación de ser el débil muchas veces en su clase: pero le queda el recurso del convencionalismo social -y biológico- que otorga poderes mágicos al adulto, que en última instancia tiene el poder de hacer reales sus decisiones. Reales decretos.
Intenté durante las primeras semanas un ejercicio de autogestión con mis críos. Puesto que eran imposibles, que organicen ellos mientras no se maten. Fracaso. Pasé a un sistema democrático que terminaba siempre como el parlamento italiano, a golpes. Les dije que yo no iba a tragarme malas caras cada dos por tres si elegíamos una actividad o una película y que no me bastaba la mayoría simple para dejarles tomar decisiones: unanimidad, o nada. No quería que porque cinco hubieran votado contra Titanic estos cinco se permitieran joder la película. Todos o ninguno.
Se lo tienen bien aprendido. De vez en cuando he propuesto algo, obligado casi siempre por el horario de la escuela, que ninguno quiere hacer. Entonces votan y dicen "somos mayoría, esta hora no estudiamos". Les digo entonces que de dónde se han sacado que esto es una democracia. Y está mi voto, les digo, y voto que hacéis lo que yo ordeno.
La democracia directa apesta.
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