Sexo sexo sexo es en lo que piensan mis niños y niñas. Normal. ¿En qué pensaba yo con 14 años? Sexo sexo sexo. Con fábulas. Con mitos, con dudas, con referentes inauditos. Sexo sexo sexo es nuestra publicidad y nuestras carteleras, no hay rareza en que piensen en sexo sexo sexo estas criaturas que producen hormonas como flores la primavera o granos sus pieles.
Están más preparados que nosotros, que los de mi generación, o los de las otras generaciones con las que tengo contacto habitual. No está tan claro dónde empieza y dónde termina una generación. Al fin y al cabo en las noticias se habla siempre de ellos, los adolescentes como generación, y se dice que están más preparados. Pero la ansiedad es la misma. Quizás más en algunos aspectos porque ven la tele y se pueden hacer la idea de que hay un estándard generacional con el que tienen que cumplir, el de los embarazos a los 12 años y paternidades con 13.
Me preguntan y cada vez valoro si he de reponder o no a sus curiosidades. A veces es sencillamente impertinencia. A veces baremo si la respuesta terminará conmigo en la cárcel o si, menos incómodo pero más probable, habré de explicar a un padre o madre por qué he dicho esto o lo otro a su hijo o hija querida. No tengo interés en saber de su vida privada, igual que decido qué hago de la mía. Pero una de mis convicciones es que, con todos los matices y salvedades del mundo, la mentira es contraproducente en la educación.
Y ahí entran las convicciones y los convencionalismos sociales, lo convenido, que tiene el problema básico de que la mayoría no sabemos en qué momento firmamos aquel convenio. Como en el ejército de los EEUU, donde la política respecto a la sexualidad es no preguntar, ni contestar, los adolescentes y su sexo están sometidos al silencio general. Les pregunté que cuándo y cómo les hablaban de sexo, para saber cuándo y cómo podía decir yo algo si les escuchaba ciertas barbaridades: una vez al año alguien de fuera de la escuela les explica que hay que usar condondes. Menos es nada.
En el fondo, respecto a esto, aún son críos. A pesar de los datos oficiales dos de mis chiquillos más bravucones me han confesado, de motu propio y dejando de lado su personaje machista, no haber tenido aún relaciones sexuales. Me alegro, ya tendrán tiempo. Son críos que se sonrojan con mis baciles; no puede ser que cada vez que cae en sus manos un poco de plastilina lo primero que hagan sea falos gigantes, pero que luego se pongan como tomates si pronuncio la palabra polla y les pido explicaciones.
O, bueno, no me las des a mí, dáselas al Director que yo no tengo tiempo para parar la clase por lo mismo que ayer y que antes de ayer y que el día anterior a éste. Coge la plastilina y ve a hablar con D, explícale por qué has hecho una polla (rojo en la cara) en lugar de lo que necesitamos. "Oh, pero yo no he hecho un pene". Ah no. ¿Esto qué es? "Cositas, de plastilina". Cositas, una polla y dos cojones (rojo). Mira, que no pasa nada, que nadie te va a castigar por hacer esto (convicciones) sólo no puedo estar dedicándote atención cada vez que pillas un poco de plastilina y haces un pene, y hay que explicarte por qué no otra vez (convenciones). "Pues no me prestes atención, o mejor, déjame hacerlo ya que dices que no pasa nada". No pasa nada, puedes hacer penes, pero a la vez no puedes. ¿Sabes lo que son los convencionalismo sociales? Imagina que ahora viene alguien que no es de la escuela. Un inspector, un padre. Y suponemos obviamente que si a ti te dejo hacer tus cositas tendré en un rato a N, A, y P haciendo lo mismo. ¿Cómo le explico yo que todos en mi clase están modelando sexos? Y además, la propuesta es hacer un modelo para una pieza en cartón piedra. Ahora todo queda en clase, como mucho entre tú y el Director, pero dentro de dos días, ¿qué necesidad tengo yo de que la mitad de mi clase suba al autobús con penes gigantes de cartón piedra y dos huevos colgando? Con todo lo que le sigue a eso, ¿me entiendes? Si quieres te doy plastilina y en casa haces lo que quieres. "En casa ya hago lo que quiero".
Pues eso. Pues me alegro. Convenciones. Convicciones.
Pisotemos nuestras convicciones la mayoría de las veces que decidimos dejarlas en casa en pos de ese contrato, el del convencionalismo, que renovamos cada vez que nos acobardamos.
Están más preparados que nosotros, que los de mi generación, o los de las otras generaciones con las que tengo contacto habitual. No está tan claro dónde empieza y dónde termina una generación. Al fin y al cabo en las noticias se habla siempre de ellos, los adolescentes como generación, y se dice que están más preparados. Pero la ansiedad es la misma. Quizás más en algunos aspectos porque ven la tele y se pueden hacer la idea de que hay un estándard generacional con el que tienen que cumplir, el de los embarazos a los 12 años y paternidades con 13.
Me preguntan y cada vez valoro si he de reponder o no a sus curiosidades. A veces es sencillamente impertinencia. A veces baremo si la respuesta terminará conmigo en la cárcel o si, menos incómodo pero más probable, habré de explicar a un padre o madre por qué he dicho esto o lo otro a su hijo o hija querida. No tengo interés en saber de su vida privada, igual que decido qué hago de la mía. Pero una de mis convicciones es que, con todos los matices y salvedades del mundo, la mentira es contraproducente en la educación.
Y ahí entran las convicciones y los convencionalismos sociales, lo convenido, que tiene el problema básico de que la mayoría no sabemos en qué momento firmamos aquel convenio. Como en el ejército de los EEUU, donde la política respecto a la sexualidad es no preguntar, ni contestar, los adolescentes y su sexo están sometidos al silencio general. Les pregunté que cuándo y cómo les hablaban de sexo, para saber cuándo y cómo podía decir yo algo si les escuchaba ciertas barbaridades: una vez al año alguien de fuera de la escuela les explica que hay que usar condondes. Menos es nada.
En el fondo, respecto a esto, aún son críos. A pesar de los datos oficiales dos de mis chiquillos más bravucones me han confesado, de motu propio y dejando de lado su personaje machista, no haber tenido aún relaciones sexuales. Me alegro, ya tendrán tiempo. Son críos que se sonrojan con mis baciles; no puede ser que cada vez que cae en sus manos un poco de plastilina lo primero que hagan sea falos gigantes, pero que luego se pongan como tomates si pronuncio la palabra polla y les pido explicaciones.
O, bueno, no me las des a mí, dáselas al Director que yo no tengo tiempo para parar la clase por lo mismo que ayer y que antes de ayer y que el día anterior a éste. Coge la plastilina y ve a hablar con D, explícale por qué has hecho una polla (rojo en la cara) en lugar de lo que necesitamos. "Oh, pero yo no he hecho un pene". Ah no. ¿Esto qué es? "Cositas, de plastilina". Cositas, una polla y dos cojones (rojo). Mira, que no pasa nada, que nadie te va a castigar por hacer esto (convicciones) sólo no puedo estar dedicándote atención cada vez que pillas un poco de plastilina y haces un pene, y hay que explicarte por qué no otra vez (convenciones). "Pues no me prestes atención, o mejor, déjame hacerlo ya que dices que no pasa nada". No pasa nada, puedes hacer penes, pero a la vez no puedes. ¿Sabes lo que son los convencionalismo sociales? Imagina que ahora viene alguien que no es de la escuela. Un inspector, un padre. Y suponemos obviamente que si a ti te dejo hacer tus cositas tendré en un rato a N, A, y P haciendo lo mismo. ¿Cómo le explico yo que todos en mi clase están modelando sexos? Y además, la propuesta es hacer un modelo para una pieza en cartón piedra. Ahora todo queda en clase, como mucho entre tú y el Director, pero dentro de dos días, ¿qué necesidad tengo yo de que la mitad de mi clase suba al autobús con penes gigantes de cartón piedra y dos huevos colgando? Con todo lo que le sigue a eso, ¿me entiendes? Si quieres te doy plastilina y en casa haces lo que quieres. "En casa ya hago lo que quiero".
Pues eso. Pues me alegro. Convenciones. Convicciones.
Pisotemos nuestras convicciones la mayoría de las veces que decidimos dejarlas en casa en pos de ese contrato, el del convencionalismo, que renovamos cada vez que nos acobardamos.
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