viernes, 18 de julio de 2008

El profe tiene marido!

En la piscina, una de mis monstruas, coge el libro que estoy leyendo. Como marcapáginas uso una foto de mi marido americano, para que la distancia no se lo lleve. Convenciones y convicciones, otra vez en juego cuando me preguntan quién es: Mi novio.

Como teoría me había hecho la pregunta alguna vez, cómo respondería a algo así, y la respuesta era que mi vida privada no es asunto de mis empleadores ni habría de interferir con mi trabajo. Una de mis monstruos más jóvenes, con una querencia enorme por las revistas del corazón adolescente, me pregunta cada poco si tengo novia, o novio, añade siempre. "No respondo a estas acusaciones", "qué te voy a contar a ti mi vida privada" o "¿te crees que esto es un programa rosa?" han sido mis respuestas.

Pero ha sido diferente cuando me han preguntado por mi marido. Sobre todo, porque decir cualquier cosa excepto la verdad sería mentir. En parte me esperaba lo que se me venía encima, en parte me han sorprendido, monstruos y monstras, agradablemente.

Lo primero que dijo la monstrua que encontró la foto fue "qué guapo". Pasó poco más inmediatamente, enseñó la foto a otros animalillos hasta que se la quite y le reprendí suavemente por trastear con mis cosas, y ahí sí alternaba entre el "no es asunto vuestro" y la respuesta más sencilla, la verdad, a medida que preguntaban que de dónde es y que cómo nos conocimos. Uno de mis monstruos más mayores y gamberros preguntó si éramos "gaynovios", así todo junto, porque había llegado tarde al chismorreo. Cuando dije que sí, sólo murmuró un ah y se tiró al agua.

Tardó dos días en ser vox-populi que el profesor tiene marido. Esto lo esperaba, y bastó con responder con un sucinto "sí", un confiado "que esto sirva como respuesta" y un "la clase no está para chismorrear". Un mastuerzo preguntó gritando "¿pero eres marica?" a lo que otro respondió gritando "sí, qué pasa". "Nada". No me molestó ninguno de los gritos porque, a estas alturas, ya he aprendido que mis animalillos se comunican así.

Esperé la llamada de algún padre y supuse que a éste debía decirle la verdad, precisamente que antepongo ésta a la mentira y que, puesto que ni di detalles sexuales ni confesé delito alguno, podía hablar con el Director si había un problema personal que creía profesional. Pero la llamada, claro, nunca ocurrió.

Claro, digo, porque la respuesta "¿Y qué pasa?" al "¿Pero eres marica?" me hizo pensar "chapeau", chapeau por estos padres contemporáneos, y chapeau, en esto, por España. Mi marido americano está fascinado, no puede ni comparar mi historia con la que se habría armado en su país. En lo del sexo, le digo, España sí es moderna. En la naturalidad. Tan naturales, le explico, que uno de mis monstruos me ha preguntado que cómo se hace cuando uno es gay, en la cama, dice, y otro ha saltado todas las barreras al preguntar si me han hecho alguna vez un enema. Inesperado del todo. Que os responda el Google, les digo, y a mi dejadme en paz con mi vida personal.

martes, 15 de julio de 2008

Educa por tu cuenta y riesgo

Monstruos que escuchan, vocaciones rotas, sólo ante el peligro

Los llamo monstruos, con cariño. Hasta hace poquito me sentía culpable al hablar con otros profesores y decirles que no quería a mis niños. Claro, es más fácil querer a criaturas de 3 años que de pronto no pueden contenerse de darte un abrazo o a los que con 9 años aún te admiran por no ser un adulto al uso. Mis monstruos.

No sé en qué momento mi emoción hacia ellos ha cambiado. Los estimo. Los comprendo mejor y asumo sus defectos como una idiosincracia natural: es mejor que aprendan a ser individuos honestos que tramposos borregos, y es deseable además que aprendan por qué son únicos y cómo serlo asumiendo que no están solos en el mundo.

Me escuchan y lo valoro. Pueden terminar una conversación diciendo "que sí, calvin, que te hemos entendido" para que no les dé más la vara, pero a los pocos días aprecio un cambio en su actitud respecto a algunos temas. En otros, invariables. Me han explicado que llamarme calvin, porque no tengo pelo, es casi una muestra de respeto: al fin y al cabo le ponen mote a todo el mundo, y podrían llamarme, me lo dicen con la cara más dura, "calvo de mierda"; pero no lo hacen.

Los elementos disruptores de la paz acaban siendo el ojito derecho de casi cualquier maestro. Quizás vemos los motivos detrás de su comportamiento, y que nuestras llamadas a la atención son respuestas a sus llamadas por atención. Siendo adultos, habiendo vivido lo suyo antes, nos podemos permitir ser compasivos, y en eso trabajo sobre todo con ellos: intento que sean compresivos entre ellos, que intenten comprender que cada uno viene de un lugar diferente, tiene su historia y sus motivos, y que quizás se comporta de cierto modo porque no conoce otro ni se da cuenta de que difícilmente cumplirá sus deseos por esos medios (como ser apreciado en el grupo a base de insultos o una temperamentalida mal controlada). Algunos de mis alumnos, una vez entienden esto, se muestran mucho más capaces de ayudar a los monstruos más monstruosos mejor de lo que podría hacerlo yo.

Pero entiendo que mi situación es lujosa. El mayor número de alumnos que he tenido en clase ha sido una veintena. Si no me encabezono en cumplir un programa, si entiendo que a estas alturas de julio están más que hartos de todo el curso, me permiten jugar con ellos a conversar. Les encanta conversar. Les encanta que les escuchen.

Pero imagino lo que debe ser trabajar con más de treinta monstruos teniendo un programa lectivo que cumplir y hacerlo, además, solo. Me cuentan mis amigos, docentes perpetuos, cuán a menudo se las ven con un padre que exige un aprobado para sus crías, o más mano dura, o mano más blanda. Padres que critican a los profesores, delante de sus cachorros, por ser poco más que vagos, gente que disfruta de demasiadas vacaciones. Me he sentido imbécil y apaleado cada día, cuando se me hacen feos con el lenguaje o el pasotismo de mis monstruos me hace dudar si existo, si se me oye, si estoy. Y eso que mi vocación educativa es sólo tangencial, no es mi apuesta máxima, no me identifico con este trabajo como para dejar que me mida como persona. Imagino, sabiendo que mis imaginaciones serán una imagen muy tenue de la realidad, lo que es educar por tu cuenta y riesgo, sin ningún respaldo.

lunes, 14 de julio de 2008

Demonstruocracias

Mis monstruos amenazan con denunciarme cada vez que finjo montar en cólera y levantar la mano para pegarles la paliza definitiva. Se ríen, pero me cuentan anécdotas que han oído (o leído en internet) sobre niños que han denunciado a sus padres. No sé si ya ha ocurrido, desde que se aprobó la ley que permite pegar a un niño.

Mi marido americano está sorprendido por la ley. Le digo que todos lo estamos un poco en España, algunos preocupados al ver que pierden un recurso tradicional de la educación, la mayoría de acuerdo con la susodicha ley. Yo estoy de acuerdo porque creo que la mayoría de golpes que un niño pueda recibir, y confío en que mi niño imaginario no reciba ninguno, se dan en un momento de exaltación del tutor, padre o docente, que poco tiene que ver en realidad con una acción concreta del chiquillo. Quiero decir que es más fácil que el padre descargue la frustración de un día difícil sobre el chiquillo, cuando éste colma el vaso de la paciencia, que que el padre pegue a un niño por algo que éste ha hecho de verdad. Y aunque de veras pegara un padre, o una madre, a su hijo por algo que ha hecho, ¿no intentamos enseñarles que la violencia no es un recurso, que no debería haber situaciones que le rebasen tanto como para acudir a éste? ¿Que un puñetazo, como un navajazo o un disparo de pistola, no son el modo de solucionar nada?

Estoy contento con lo que nos ha dado el parlamento, con esta limitación de nuestras libertades a golpear al débil. Claro que el profesor tiene la sensación de ser el débil muchas veces en su clase: pero le queda el recurso del convencionalismo social -y biológico- que otorga poderes mágicos al adulto, que en última instancia tiene el poder de hacer reales sus decisiones. Reales decretos.

Intenté durante las primeras semanas un ejercicio de autogestión con mis críos. Puesto que eran imposibles, que organicen ellos mientras no se maten. Fracaso. Pasé a un sistema democrático que terminaba siempre como el parlamento italiano, a golpes. Les dije que yo no iba a tragarme malas caras cada dos por tres si elegíamos una actividad o una película y que no me bastaba la mayoría simple para dejarles tomar decisiones: unanimidad, o nada. No quería que porque cinco hubieran votado contra Titanic estos cinco se permitieran joder la película. Todos o ninguno.

Se lo tienen bien aprendido. De vez en cuando he propuesto algo, obligado casi siempre por el horario de la escuela, que ninguno quiere hacer. Entonces votan y dicen "somos mayoría, esta hora no estudiamos". Les digo entonces que de dónde se han sacado que esto es una democracia. Y está mi voto, les digo, y voto que hacéis lo que yo ordeno.

La democracia directa apesta.

domingo, 13 de julio de 2008

Convenciones y convicciones

Sexo sexo sexo es en lo que piensan mis niños y niñas. Normal. ¿En qué pensaba yo con 14 años? Sexo sexo sexo. Con fábulas. Con mitos, con dudas, con referentes inauditos. Sexo sexo sexo es nuestra publicidad y nuestras carteleras, no hay rareza en que piensen en sexo sexo sexo estas criaturas que producen hormonas como flores la primavera o granos sus pieles.

Están más preparados que nosotros, que los de mi generación, o los de las otras generaciones con las que tengo contacto habitual. No está tan claro dónde empieza y dónde termina una generación. Al fin y al cabo en las noticias se habla siempre de ellos, los adolescentes como generación, y se dice que están más preparados. Pero la ansiedad es la misma. Quizás más en algunos aspectos porque ven la tele y se pueden hacer la idea de que hay un estándard generacional con el que tienen que cumplir, el de los embarazos a los 12 años y paternidades con 13.

Me preguntan y cada vez valoro si he de reponder o no a sus curiosidades. A veces es sencillamente impertinencia. A veces baremo si la respuesta terminará conmigo en la cárcel o si, menos incómodo pero más probable, habré de explicar a un padre o madre por qué he dicho esto o lo otro a su hijo o hija querida. No tengo interés en saber de su vida privada, igual que decido qué hago de la mía. Pero una de mis convicciones es que, con todos los matices y salvedades del mundo, la mentira es contraproducente en la educación.

Y ahí entran las convicciones y los convencionalismos sociales, lo convenido, que tiene el problema básico de que la mayoría no sabemos en qué momento firmamos aquel convenio. Como en el ejército de los EEUU, donde la política respecto a la sexualidad es no preguntar, ni contestar, los adolescentes y su sexo están sometidos al silencio general. Les pregunté que cuándo y cómo les hablaban de sexo, para saber cuándo y cómo podía decir yo algo si les escuchaba ciertas barbaridades: una vez al año alguien de fuera de la escuela les explica que hay que usar condondes. Menos es nada.

En el fondo, respecto a esto, aún son críos. A pesar de los datos oficiales dos de mis chiquillos más bravucones me han confesado, de motu propio y dejando de lado su personaje machista, no haber tenido aún relaciones sexuales. Me alegro, ya tendrán tiempo. Son críos que se sonrojan con mis baciles; no puede ser que cada vez que cae en sus manos un poco de plastilina lo primero que hagan sea falos gigantes, pero que luego se pongan como tomates si pronuncio la palabra polla y les pido explicaciones.

O, bueno, no me las des a mí, dáselas al Director que yo no tengo tiempo para parar la clase por lo mismo que ayer y que antes de ayer y que el día anterior a éste. Coge la plastilina y ve a hablar con D, explícale por qué has hecho una polla (rojo en la cara) en lugar de lo que necesitamos. "Oh, pero yo no he hecho un pene". Ah no. ¿Esto qué es? "Cositas, de plastilina". Cositas, una polla y dos cojones (rojo). Mira, que no pasa nada, que nadie te va a castigar por hacer esto (convicciones) sólo no puedo estar dedicándote atención cada vez que pillas un poco de plastilina y haces un pene, y hay que explicarte por qué no otra vez (convenciones). "Pues no me prestes atención, o mejor, déjame hacerlo ya que dices que no pasa nada". No pasa nada, puedes hacer penes, pero a la vez no puedes. ¿Sabes lo que son los convencionalismo sociales? Imagina que ahora viene alguien que no es de la escuela. Un inspector, un padre. Y suponemos obviamente que si a ti te dejo hacer tus cositas tendré en un rato a N, A, y P haciendo lo mismo. ¿Cómo le explico yo que todos en mi clase están modelando sexos? Y además, la propuesta es hacer un modelo para una pieza en cartón piedra. Ahora todo queda en clase, como mucho entre tú y el Director, pero dentro de dos días, ¿qué necesidad tengo yo de que la mitad de mi clase suba al autobús con penes gigantes de cartón piedra y dos huevos colgando? Con todo lo que le sigue a eso, ¿me entiendes? Si quieres te doy plastilina y en casa haces lo que quieres. "En casa ya hago lo que quiero".

Pues eso. Pues me alegro. Convenciones. Convicciones.
Pisotemos nuestras convicciones la mayoría de las veces que decidimos dejarlas en casa en pos de ese contrato, el del convencionalismo, que renovamos cada vez que nos acobardamos.

lunes, 7 de julio de 2008

Pubersociedad

Fútbol, sexo, apatía, sexo, docilidad, sexo, consumo, sexo

El síndrome de Peter Pan y otras teorías nos han hecho asumir que vivimos en una sociedad infantilizada, donde todos queremos ser niños permanentemente y huir de las responsabilidades. La idea, como casi todo lo basado en el análisis freudiano (no tanto en el jungiano o en el reichiano), está teñida de moralina, y parece destinada no a despertar la individuación en nosotros sino a la reprimenda gratuita.

Puestos a reprimir y reñir se me ocurre un insulto mejor que el de "infantilizada": nuestra sociedad está adolescentizada, puberizada, centrada en los vicios de los que ya no quieren ser niños, pero que no han encontrado un adulto mejor en el que convertirse.

Cada día me sorprenden mis alumnos con sus mismas fatigas, pues todo les es fatigoso, hasta lo que les apetece. Ni en mi experiencia docente con niños más pequeños, ni con los niños de los que me he hecho cargo, a los que me gusta llamar amigos, me he encontrado con algo diferente a un entusiasmo que nada tiene que ver con esta apatía: al contrario los niños, perdidos, demuestran alegría ante cualquier idea novedosa, y los momentos de mayor inactividad son aquellos en los que no se deciden entre una cosa u otra y la siguiente y esto y lo otro. Sin embargo no es tan diferente este cansancio vital adolescente de la adultísima queja continua, la desazón y el descontento ante todo, el aburrimiento permanente, el adocenamiento.

Igualmente, aunque hay niños demasiado obedientes, la mayoría no reacciona bien a instrucciones contradictorias, y mucho menos a castigos que consideran inmerecidos o broncas que no entienden. Pueden llorar, o protestarán de alguna otra manera por lo que creen injusto para, finalmente, encontrar el modo de hacer lo que estaban haciendo.
Caso frecuente:
1. castigo a un alumno
2. obedece
3. le pregunto si sabe por qué está castigado
4. me dice que no.
5. ¿Y sin embargo obedeces?
Por supuesto les pregunto retóricamente, suponiendo que saben que han hecho algo por lo que el día anterior ya habían sido castigados, o que han entendido mi explicación al castigo. No es muy diferente, si de verdad no entienden el castigo, porque asumen éste con silencio, sin protestas, tal vez contentos en el fondo porque van a poder estar un rato sin que nadie les hable, pero demostrando unas tragaderas grandes. Una pasividad enorme. Una docilidad adulta. Tiemblo.

Mis adolescentes quieren (tienen) el último aparato electrónico que se vende desde hace cinco minutos. Me han sorprendido gratamente más de una vez con conocimientos inesperados, pero de la actualidad les interesa sobre todo el fútbol. Pero sobre todo tienen en la cabeza una cosa, el sexo, tirando a irresuelto, poco asequible del modo en que lo quieren y tirando a frustrante.

No conozco niños con estas cualidades. Adultos, un buen montón.

sábado, 5 de julio de 2008

El CAP es papel mojado

No estoy preparado para mis adolescentes, estoy fascinado

El Curso de Adaptación Pedagógica que hice para poder ser profesor apesta. Ya me di cuenta entonces, teniendo una madre docente, de que lo que estaba haciendo no tenía nada que ver con sus tres años de preparación de magisterio, su estudio de la obra de Piaget o Chomsky respecto a las edades cognitivas del niño y todas aquellas densidades tan didácticas.

El CAP requiere apenas diez horas para leer algunos textos y resumirlos convenientemente, y otras pocas horas no controladas de prácticas en escuela. No extraña que acabe siendo con frecuencia un mero trámite hacia el trabajo de funcionario como educador para licenciados cansados de perseguir otra vocación, o sin vocación laboral alguna.

Ahora descubro a los adolescentes y echo de menos haber tenido algo de preparación sobre las inquietudes y deseos de estas almas jóvenes. No está del todo mal porque a muchas de las tesis que descubro llego por mi propio pie, aunque frustra no saber contrastarlas después, y además reciclo mi memoria sin psicoanálisis.

La cuestión sexual, por supuesto. Viendo a mis niños y niñas voltear alrededor del sexo con las tesis más disparatadas sobre su deseo más disparado, entiendo cómo la sociedad necesita durante años psicoanálisis y derivados para paliar todo el año que nos hacemos en la adolescencia. La pereza adolescente y su necesidad de individializarse, su búsqueda de uno mismo y las múltiples dudas que aparecen, el malhumor y los silencios, el infantilismo nervioso que aún coletea, se contagian a padres y profesores hastiados, impacientes, maleducados, solipcistas, sin querencia alguna después de tanta guerra de mover un dedo. Mis chicos y chicas están a la deriva y aunque soy consciente de que no hay nada que salvar y que encontrarán su camino, me sabe mal ver en ellos mi propia pérdida y la de mis amigos, las dudas con las que empiezan a tejer ahora, a base de respuestas inapropiadas a preguntas que no saben formular, una red de confusión que les llevará luego años desenmarañar.

Me gustaría haber llegado más preparado a esto. Ahora me sugieren los profesores permanentes que les proponga juegos donde el físico sea importante, donde puedan tocarse y quemarse, y que no me preocupe demasiado por salidas de tonos o desobediencias, que están en la edad de marcar carácter y afianzar su voluntad. Si hubiera llegado más preparado, no habría resultado tan emocionante. Es como llegar a un libro del que no has leído ni la sinopsis pero que intuyes universal.

jueves, 3 de julio de 2008

Dos semanas de 15 años

Yo también he sido adolescente

Casi dos semanas de trabajo con adolescentes. Me siento bastante dilentante ahora mismo, metido en donde no me llaman, contrariado por no saber bien cómo actuar después del fin de semana. Sorprendido.

Mis superiores entienden las dificultades por las que paso: tu grupo, me dicen, ha resultado demasiado heterogéneo al final, son edades demasiado diversas. Tengo criaturas de 12 años que miran extasiados a los personajes de 14, que espantan a los primeros como si fueran moscas, como jamelgos desganados, igual que intentan apartar de sí cualquier cosa que no sea ellos. A mí, el curso de verano, la escuela, sus padres, un libro, el tedio, el tedio, el tedio.

Los juegos no han funcionado, y no les culpo: mis niños ya no juegan. Los más pequeños quieren jugar durante un rato, hasta que ven que los mayores lo consideran una cosa de niños. Una cosa de niños es dibujar, aun con caballetes, aun sabiendo que es mi trabajo; cosa de niños es esculpir, leer, estar sentado en clase con los pies en el suelo. Y todo, todo, es demasiado fatigoso para ellos, hasta ver una película.

Nunca hablo a los niños pequeños como si fueran niños pequeños, son personas con otras experiencias, pero me niego a dejar de hablar como niños a mis adolescentes, quiero sacarles de su papel. Y en parte funciona, ven la ironía.

Además algo resuena en mí. Este trabajo ha coincidido con un retiro de dos meses a casa de mis padres, lo que ha propiciado varios encuentros con antiguos compañeros de instituto. Recuerdos y ecos: ¿qué hacíamos nosotros en los descansos del instituto, con 13 años? Estar cansados, o actuar como si lo estuviéramos. Estar sentados. Hablar. Hablar mucho, aunque de poco. Nunca he hablado de sexo pero he escuchado, y aquellas frases llenas de misterio y autoafirmación, de fábulas grandilocuentes y oníricas onanistas odas al deseo, vuelven a mí. Sí he sido adolescente.