Cuando era pequeño viajé mucho con mis padres yendo de camping en camping. Era el modo más económico de moverse y pasar los meses calurosos del verano entre pinos y junto al mar era una alternativa asequible al pueblo manchego de mi abuela. Recuerdo sólo cosas buenas de nuestras estancias en Denia o en la villajollosa, en Galicia e incluso, una vez que nos excedimos, en el parque de los bosques de Bologna en París. Lo más importante sobre todo es que me sentía libre, muy libre, aún cuando no supiera explicar qué significaba entonces para mí la libertad.
Yendo de camping aprendí a andar descalzo. Todavía lo hago en verano, incluso alguna noche me quito los zapatos para trotar por la ciudad, aunque el asfalto de Valencia sea menos romántico que las gravillas de mi niñez. Estando de camping amé las hojas del eucalipto, cuyo penetrante y lleno olor tiene en mí los efectos retroactivos de la magdalena de Proust. Me gustaba el olor del nylon de nuestra tienda y mucho el ruido y la vibración de la lluvia sobre éste. Al llegar la noche sentía que me adentraba en un mundo mágico, aunque me enfadara que mis padres interrumpieran el día para hacernos dormir, cuando abríamos la boca de la tienda y nos adentrábamos con linternas en su oscuridad calurosa. El baile de los dientes de la cremallera, su música fugaz, es uno de los sonidos que más amo.
Ahora sin embargo nunca voy de camping. Me doy el gusto de ensuciarme con el asfalto aunque su tacto en mis pies es suave comparado con las agujas de las piedras mínimas con que me masajeaba al pasear. Tengo eucalipto en un bote, y lo uso para relajar los pulmones cuando me resfrío, y he dejado el nylon por el algodón que es más suave.
Entre mis amigos que además son compañeros de generación casi nadie va de camping. En general cambiamos el coche por billetes de avión baratos, hacemos turismo urbano y preferimos la comodidad de pequeños hoteles, aunque estén algo sucios, al romanticismo de la tienda. Vivimos como burgueses que no pueden permitirse serlo. Pero raramente nuestros padres nos dicen lo que sería imaginable como reprobación si introdujésemos el tema con un “yo, en tus tiempos…” . Ya no está de moda, tampoco, usar tal frase. Entienden, con buen tino sociológico, que los tiempos cambian, y que habiendo tantas cosas de que preocuparse es mejor prescindir de las incomodidades de la jaima. Tienda, quise escribir.
Gadaffi, el dictador libio, se pasea por Europa con su tienda, y 30 chicas vírgenes. Los medios de información las llaman su Guardia Personal, en lo que debe ser fiel traducción del original, pero a lo que podríamos dar otros nombres más creativos y sin embargo más ajustados a nuestra realidad. A los líderes europeos esto les debe parecer exótico y nadie se pregunta qué tipo de amor une a estas jóvenes a su líder, para guardarlo como lo hacen. También les será atractivamente curioso que un dictador asesino plante una jaima en los jardines de las residencias oficiales que le son ofrecidas, llenando así de cojines y lujos orientales la aburrida diplomacia occidental.
¿Sentirá Gadaffi algo parecido a la nostalgia infantil cuando monta su tienda en los jardines de, por ejemplo, El Pardo? ¿Caldeará su imaginación el recuerdo antiguo de otros viajes, más ingenuos, pero más auténticos? ¿Se sentirá en comunión con la naturaleza, rodeado de sus vírgenes doncellas?
No lo creo. Lo que sin embargo sí creo es que nuestros políticos, a la izquierda y a la derecha de Sarkozy y Zapatero, se comportan como padres ciegos que no quisieran meterse en problemas con sus hijos, con dolosa hipocresía disfrazada de coleguismo. Eso, tanto si les salimos burgueses como si somos violentos con los inmigrantes. ¡Criaturas!
Porque nuestros políticos, a la vez jefes y empleados nuestros, no pueden pretender no conocer lo que saben, quién es Gadaffi y a qué se dedica en un país que ha hecho suyo a la fuerza. La broma de la jaima no puede empañar informativamente la importancia de su visita y del trato especialmente interesado que se le da a un asesino: que me perdonen los puristas de la globalización si malinterpretan que mi problema está con la jaima.
Afortunadamente la diplomacia española cedió a Gadaffi la antigua residencia de Franco y sus jardines en el Pardo, y no convirtió La Moncloa en la zona de acampada de este dictador aún vivo. Las imágenes de la Guardia Personal de Gadaffi, sus 30 vírgenes, hubieran reflejado de manera poco decorosa las fotos que nuestras ministras se tomaron, hace tres años, para celebrar la paridad en las páginas de una revista de moda. Ninguna a protestado frente a la exhibición de amorosas mujeres que el libio pasea por Europa.
¿Qué contrato tienen las vírgenes de Gadaffi? No es factible que tengan contrato por obra: se es virgen a jornada completa. Lejos de ser autónomas, imagino que no les queda otra opción que ejercer de vírgenes sin importar lo vocacional que les resulte tan peculiar profesión.
Zapatero contempla la escena en su visita a El Pardo. No critica lo que ve; no sólo por los sustanciosos contratos que firmarán los dos países, sino porque asume como anciano distanciado que no entiende esa cosa tan infantil que es una dictadura: le queda tan lejos ya que no debe opinar sobre el tema. “Estos jóvenes”, se dice, e imagina que Gadaffi es un hippy, rodeado de mujeres, acampando en tienda, pensando que los treinta y uno, ellas treinta y él el uno, comparten un montón de amor libre.
Pero no es libre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario