Arte borroso, nuestra conjura de artistas y la censura pública (al público)
Por fin he conseguido que mis tíos vengan a ver una exposición. Están emocionados por haberse acercado al centro de la ciudad después de tantos años viviendo en una rica zona residencial. Pasean por el Carmen y recuerdan algunos lugares en los que pasaron sus noches jóvenes.
Por fin he conseguido que mis tíos vengan a ver una exposición. Están emocionados por haberse acercado al centro de la ciudad después de tantos años viviendo en una rica zona residencial. Pasean por el Carmen y recuerdan algunos lugares en los que pasaron sus noches jóvenes.
El propósito de la visita es que vean el rollo de telas estampadas de María Jesús y Patri y los vídeos que hice con ellas. En realidad mi invitación era más que de cortesía; mi familia extendida, hermanos y padres de mi padre, siempre han considerado fútil la carrera de Bellas Artes y sólo recientemente han dejado de forcejear para que tomara yo los libros del negocio familiar, ahora finiquitado.
Junto al rollo de tela admiran la constancia de mis chicas. No dudan de que el trabajo realizado es mucho. Otra tía mía siempre dice que "es una pena que siendo tan bonito no sirva para nada”. Estoy satisfecho, no piensan que soy un vago; no me paso el tiempo rascándome las pelotas, aunque se las toque a otros. El trabajo bien hecho es apreciable, les gusta ver el proceso de trabajo en los vídeos y aprecian que les cuente lo que ocurre con El Cabañal.
Dedicamos poco tiempo a la obra, tampoco quiero aburrirles. Paseamos no mucho más por el resto de la exposición, y si bien he podido explicarles nuestro trabajo, me molesta no poder ir más allá y enriquecer con trasfondo (porque no lo entiendo) una proyección gigante de algo borroso, u otro vídeo en que le tiran huevos a una chica ad aeternum, en bucle digital.
El museo es de entrada gratuita y localización céntrica, tiene un precioso claustro y afinada restauración. Pero estamos solos. En el silencio de las enormes salas paseamos incómodos por el rechinar de los zapatos en el mármol del museo y porque ninguno encuentra nada que decir sobre las obras que vemos.
YO: ¿Qué os parece lo que veis?
MI TÍA: No lo sé, yo no entiendo de Arte, yo no puedo opinar.
Lo hemos conseguido, me digo. Artistas, críticos, suplementos dominicales de la prensa y universitarios hemos logrado que el espectador de arte no se atreva a comentar un cuadro, una escultura o un híbrido, un objeto en cualquier caso, si está en un museo. Hemos conseguido que no se atreva a decir, como cuando lee un libro que no le gusta o una paella no le acaba de convencer, que "no (le) sirve", o que "no me ha gustado", o que algo no se ha hecho bien; al público se le ha quitado la capacidad de juzgar públicamente: las antiguas furias de los espectadores del primer dadaísmo se han fundido en lo políticamente correcto y ya no se puede opinar si un objeto (de Arte) es bello o desagradable, útil o vacío, tonto o reflexivo.
Me pregunto dónde podría conseguir mi tía el carnet que la licencie para colgar cuadros en su casa o cerrar sus paredes a ciertas obras. Pero ella no entiende, ni de arte, ni a mí cuando le digo que no necesita estudios para comprender. Debe estar esperando un permiso de más alto rango que el mío para atreverse a decir, como hasta hace unos años se hacía, “qué mierda”.
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