He pasado cuatro días de viaje, días largos y anchos, tranquilos, como la Mancha que he visitado. Un viaje de vuelta a los orígenes, al pueblo de mi abuela; cuando éramos chiquillos mi hermana y yo pasábamos una parte de cada verano en Elche de la Sierra, entreteniéndonos con lo que nos daba el día como hacen los niños. Después, hemos vuelto una vez cada cinco años o más, siempre con la misma expectativa tremulosa de ver muy cambiado al pueblo y a la vez nada cambiado.
Desde el 2001 no había vuelto a Albacete. Esta vez esperaba cambios más sustanciales, quizás porque el siglo XXI no podría dejar indiferente a nadie, y porque internet debería haber revolucionado profundamente la vida de la última aldea del planeta. Ahora imagino que los paisanos de mi abuela miran los espectáculos televisivos que ofrece la España multi-capitalina como la España entera de los sesenta veía aterrizar al hombre en la luna: como algo ajeno, lejano, de otro mundo.
En estas cuestiones casi todos nos sentimos removidos por sentimientos encontrados. Consideramos buenos muchos aspectos del enriquecimiento, económico y cultural, igual que valoramos la capacidad de viajar con menos dificultades que hace unas décadas. Pero, sin embargo, nos entristece que el crecimiento lleve aparejada la desaparición de lo pequeño, que la velocidad de las telecomunicaciones silencien y el silencio y la calma de las conversaciones antiguas. Quizás, con el tiempo, una vez estén más gastadas las novedades, podamos dejar resurgir los hábitos pasados; quizás los libros sean más valiosos una vez hayan desaparecido del todo, una vez su regreso sea exigido y su presencia no se dé por sentado, cuando hayamos procesado la actualidad y su modernez y podamos amalgamarla a la historia con lo que ya fue.
Si hacen este proceso en Elche de la Sierra lo hacen de forma secreta. Ya conocen personalmente muchos los lugares de los que proceden sus turistas, descendientes de los que emigraron en los años 50, en gran número hacia la costa valenciana; pero aún hablan de Valencia, de Madrid o Barcelona, como algo lejano y demasiado grande, algo tan enorme que no es deseable, como si ellos mismos se convencieran de que lo que tienen es más valioso.
Y lo es, en muchos aspectos. Cómo hemos comido, aún a buen precio. Qué caracoles y rabos de cerdo y manjares que, en la ciudad, me parecen casi bárbaros. No es que respeten lo antiguo, lo antiguo sigue presente. Las cabinas de telefónica de los 80 siguen en pie. A pie de calle la gente descansa, en la puerta de casa, viendo pasar a los paseantes. Si eres foráneo no te saludan, pero no niegan una hosca respuesta si uno toma turísticamente la iniciativa de saludar.
En Ayna, un pueblito entre montañas al que llaman la Suiza de Castilla, conocimos ancianos que no habían salido nunca del pueblo. Ancianos que con 70 años cuesteaban diarimente pueblo arriba, desde sus huertos en el hondo valle, cargados de los frutos del campo. Ancianos más ágiles que yo. Ancianos famosos, algunos, porque habían participado hace 20 años en el rodaje de "Amanece que no es poco". Recuerdo haber visto un pase especial de la película en Elche de la Sierra: sobre la fachada de la Casa de la Cultura se proyectó el filme de estreno, porque también en el pueblo se habían tomado algunos planos.
Visité Elche acompañado de mi hermana y una amiga viajera, de un buen amigo argentino y de mi marido americano. Era más placentero viajar con ellos porque explicándoles cosas del pueblo me las volvía a explicar a mí. Era placentero que algún viejito me preguntara "y tú de quién eres" porque ya les habíamos adelantado a nuestros acompañantes que la pregunta existía, se hacía, y el modo en que había que contestarla: somos de la Carmen de Correos. Era interesante, porque yo mismo no podía explicármelo todo, no podía explicarme que hubiera jabón en el lavadero público, como si se acabara de lavar ropa sobre las tablas talladas en piedra que asoman del agua. Fue maravilloso que nuestra visita coincidiera con el Corpus Christi, la fiesta del Cuerpo de Cristo, que en la zona se celebra decorando las calles con alfombras de serrín coloreado de imágenes religiosas. O de la Sirenita, de Disney, porque el DVD debe existir en este pueblo sin cine.
A todos nos pareció exótico, tenía el exotismo de lo que ha existido siempre, de lo que ha existido más de un año... en nuestras vidas urbanas empezamos a no ver más que lo nuevo, lo inmediato, en cartelerías publicitarias y en tiendas, en los comercios que cierran para renacer reformados.
¡Qué lejos quedaban las ciudades grandes de las que hablo tanto tomando café y creando teorías en las terrazas de estas ciudades! Nada de hacer el amor con el asfalto bonaerense, nada de sumergirme en el aseado laberinto platense o deambular por Halle como quien anda entre las líneas de una novela de Kafka. Nada de esto se me ocurrió entonces, pero si me hubiera dado por comparar en aquel momento, Chicago o Londres con La Mancha, hubiera estimado que andar por Elche de la Sierra es sencillamente, todavía, andar.
Desde el 2001 no había vuelto a Albacete. Esta vez esperaba cambios más sustanciales, quizás porque el siglo XXI no podría dejar indiferente a nadie, y porque internet debería haber revolucionado profundamente la vida de la última aldea del planeta. Ahora imagino que los paisanos de mi abuela miran los espectáculos televisivos que ofrece la España multi-capitalina como la España entera de los sesenta veía aterrizar al hombre en la luna: como algo ajeno, lejano, de otro mundo.
En estas cuestiones casi todos nos sentimos removidos por sentimientos encontrados. Consideramos buenos muchos aspectos del enriquecimiento, económico y cultural, igual que valoramos la capacidad de viajar con menos dificultades que hace unas décadas. Pero, sin embargo, nos entristece que el crecimiento lleve aparejada la desaparición de lo pequeño, que la velocidad de las telecomunicaciones silencien y el silencio y la calma de las conversaciones antiguas. Quizás, con el tiempo, una vez estén más gastadas las novedades, podamos dejar resurgir los hábitos pasados; quizás los libros sean más valiosos una vez hayan desaparecido del todo, una vez su regreso sea exigido y su presencia no se dé por sentado, cuando hayamos procesado la actualidad y su modernez y podamos amalgamarla a la historia con lo que ya fue.
Si hacen este proceso en Elche de la Sierra lo hacen de forma secreta. Ya conocen personalmente muchos los lugares de los que proceden sus turistas, descendientes de los que emigraron en los años 50, en gran número hacia la costa valenciana; pero aún hablan de Valencia, de Madrid o Barcelona, como algo lejano y demasiado grande, algo tan enorme que no es deseable, como si ellos mismos se convencieran de que lo que tienen es más valioso.
Y lo es, en muchos aspectos. Cómo hemos comido, aún a buen precio. Qué caracoles y rabos de cerdo y manjares que, en la ciudad, me parecen casi bárbaros. No es que respeten lo antiguo, lo antiguo sigue presente. Las cabinas de telefónica de los 80 siguen en pie. A pie de calle la gente descansa, en la puerta de casa, viendo pasar a los paseantes. Si eres foráneo no te saludan, pero no niegan una hosca respuesta si uno toma turísticamente la iniciativa de saludar.
En Ayna, un pueblito entre montañas al que llaman la Suiza de Castilla, conocimos ancianos que no habían salido nunca del pueblo. Ancianos que con 70 años cuesteaban diarimente pueblo arriba, desde sus huertos en el hondo valle, cargados de los frutos del campo. Ancianos más ágiles que yo. Ancianos famosos, algunos, porque habían participado hace 20 años en el rodaje de "Amanece que no es poco". Recuerdo haber visto un pase especial de la película en Elche de la Sierra: sobre la fachada de la Casa de la Cultura se proyectó el filme de estreno, porque también en el pueblo se habían tomado algunos planos.
Visité Elche acompañado de mi hermana y una amiga viajera, de un buen amigo argentino y de mi marido americano. Era más placentero viajar con ellos porque explicándoles cosas del pueblo me las volvía a explicar a mí. Era placentero que algún viejito me preguntara "y tú de quién eres" porque ya les habíamos adelantado a nuestros acompañantes que la pregunta existía, se hacía, y el modo en que había que contestarla: somos de la Carmen de Correos. Era interesante, porque yo mismo no podía explicármelo todo, no podía explicarme que hubiera jabón en el lavadero público, como si se acabara de lavar ropa sobre las tablas talladas en piedra que asoman del agua. Fue maravilloso que nuestra visita coincidiera con el Corpus Christi, la fiesta del Cuerpo de Cristo, que en la zona se celebra decorando las calles con alfombras de serrín coloreado de imágenes religiosas. O de la Sirenita, de Disney, porque el DVD debe existir en este pueblo sin cine.
A todos nos pareció exótico, tenía el exotismo de lo que ha existido siempre, de lo que ha existido más de un año... en nuestras vidas urbanas empezamos a no ver más que lo nuevo, lo inmediato, en cartelerías publicitarias y en tiendas, en los comercios que cierran para renacer reformados.
¡Qué lejos quedaban las ciudades grandes de las que hablo tanto tomando café y creando teorías en las terrazas de estas ciudades! Nada de hacer el amor con el asfalto bonaerense, nada de sumergirme en el aseado laberinto platense o deambular por Halle como quien anda entre las líneas de una novela de Kafka. Nada de esto se me ocurrió entonces, pero si me hubiera dado por comparar en aquel momento, Chicago o Londres con La Mancha, hubiera estimado que andar por Elche de la Sierra es sencillamente, todavía, andar.