La cosa es así: salgo de Buenos Aires Ezeiza a la una del mediodía. Me he levantado a las 8 am, después de dormir poco porque había que aprovechar la última noche bonaerense (por el momento): cenamos asado y tomamos una quilmes en Corrientes y Avenida de Mayo, cerca de casa. Como vuelo al mediodía, no duermo. En el avión veo cuatro películas que la taquilla califica de maravillosas; aunque me parecen todas la misma, las disfruto.
Se me va haciendo la hora de dormir. Son las dos de la madrugada en mi reloj, pero ya estamos aterrizando. En Milán, Italia, son las 7 am. Tomo un café espresso, compro cigarrillos y una guía della città. Tomo otro exprés, el que lleva al centro.
Debe ser el sueño. Habiendo dormido poco la noche anterior, a las 9 am hora europea, llevo sin dormir 21 horas. Es tal vez por el cansancio, pero Milano me impresiona negativamente. La inflexión en mi paso de América del Sur a Europa me resulta violento: Milano es Muy Europa, signifique lo que signifique eso.
Una idea me asalta, en forma de sensación, me horroriza: TODO es predecible aquí. Después del caos argentino Milano se me antoja aburrida, demasiado limpia, demasiado perfecta. Incluso las semi-ruinas del Castello Sforzesco me parecen brillantes, nuevas, extremadamente decorativas: la vieja europa es una reliquia de aparador, un museo resguardado del polvo para siempre.
Tal vez es el cansancio. Milano es bella, y lo confirmo a cada paso, pero todo el día me llamará la atención el silencio y la paz que soporta el centro urbano. Los tranvías se deslizan como en un sueño, los autobuses apenas tosen y los novísimos y abundantes motorinos son joyitas móbiles. Hay mucho biciclista; algunos usan máscaras para protegerse del humo imperceptible. Buenos Aires vibra, en sentido literal, todo el tiempo: cuando uno de los metros pasan bajo el asfalto, cuando tres autobuses circulan juntos, cuando un grupo de argentinos celebra el gol de algún camarada en el exilio.
Aquí incluso los grupos de japoneses, que a duras penas se encuentran en Buenos Aires, resultan predecibles, como de casa, una imagen tranquilizadora del confort primermundista: parte del mobiliario urbano, podríamos decir.
Si este tránsito me sirve de algo es para ver que Borges tenía razón: los argentinos hablan español, pero son italianos. Mi comida es una milanesa (precisamente) aderezada con limón, como la comían en mi última casa, y cuando hablan dicen "posta", "en serio", como los argentinos. Los argentinos como los italianos. En Milano se circula bien, pero es un tópico muy común criticar -incluso en España- la manera kamikaze que los italianos tienen de conducir: en Buenos Aires los autos nunca paran, ni cuando tienen rojo frente a una senda peatonal, sino que intentan esquivar a los viandantes sin desacelerar la marcha. También el empedrado de Milán, y los farolitos que cruzan con cables algunas calles, me recuerdan a Baires, al barriecito de San Telmo. Y la gente se santigua, todavía, al pasar frente a las iglesias, como en Argentina. ¡Ah! ¡Y está Vietato Fumare en todos lados!
No estoy todavía en Europa, estoy demasiado en Europa. Siento que acabo de entrar en un quirófano, tal es la limpieza: supongo que lo siguiente es que me operen de algo.
No estoy todavía en Europa, estoy demasiado en Europa. Siento que acabo de entrar en un quirófano, tal es la limpieza: supongo que lo siguiente es que me operen de algo.
Me acuerdo de Sandra, una mina maravillosa con la que compartí un viaje en micro, el 3 de septiembre, de La Plata a Buenos Aires. Estaba encantada de que visitara Argentina, y contenta de poder contar su reciente paso por Europa; aunque no me sorprendió, no pude evitar la carcajada cuando me explicó lo organizado que le parecía todo, dijo, en el Sur de Italia. Quilombo, me falta el quilombo ( 2. m. vulg. Arg., Bol., Hond., Par. y Ur. Lío, barullo, gresca, desorden.).
Corso de Buenos Aires, esquina Piazza Oberdan. Un trocito de casa, en casa.
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